Anónimo podía ser una mujer, pero a veces detrás de un nombre masculino también se escondía la verdadera autora de la pieza.
En algunas ocasiones sus maridos o compañeros se asignaban la obra como propia y en otras, los nombres de las mujeres se borraron y sus aportaciones en colaboraciones fueron minimizadas.
LOS ESPECIALES OJOS KEANE.
Walter Keane recibía cheques muy abultados, palmaditas en la espalda y numerosos halagos por sus obras pictóricas en la década de los sesenta del pasado siglo.
Era uno de los artistas más vendidos en esa época y sus personajes con grandes ojos fueron descritos como “el arte más popular que se produce en el mundo libre” en la revista Life, en 1965.
El señor Keane decía que se inspiraba en los niños huérfanos que había visto en sus supuestos viajes tras acabar la Segunda Guerra Mundial.
Los ojos de sus pinturas, esos ojos cuatro veces más grandes de lo que deberían ser, fueron los que encandilaron al mundo. Según recoge la revista Time, Keane dijo: “Nadie puede pintar ojos como El Greco y nadie puede pintar ojos como Walter Keane”.
El problema es que los ojos de esos cuadros, y los cuadros en sí, los pintaba otro Keane. Su mujer, Margaret.
En un principio, Walter le dijo que los lienzos tendrían más salida y mejor acogida si iban firmados por él. Ella llegaba a pintar 16 horas por día, instigada y controlada por su marido, al que además definió como violento.
Acabaron divorciándose y ella lo demandó por la autoría de los cuadros. En el juicio, el juez pidió a ambos que pintasen uno. Ella completó el suyo y su ya exmarido se negó a hacerlo diciendo que le dolía un hombro.
Margaret tuvo que ser recompensada con cuatro millones de dólares, pero no llegó a recibir nada porque su exmarido ya se había dilapidado toda la fortuna que ella se había ganado a golpe de pincelada.
Walter Keane mantuvo hasta el día de su muerte que él era el verdadero autor de los cuadros de los grandes ojos.
SONTAG, RIEFF Y FREUD.
Susan Sontag llegó a la Universidad de Chicago (EE.UU.) antes de cumplir la mayoría de edad. Allí, según se cuenta en una nueva biografía “Sontag: Her life and Work”, de Benjamin Moser, impartía clases Philip Rieff. Un día el profesor se acercó a ella y la invitó a salir. En menos de dos semanas estaban casados y unos meses después, nació su hijo.
En el tiempo que estuvieron juntos, según las evidencias textuales y anecdóticas que Moser recoge en el libro, escribieron a cuatro manos “Freud: The mind of the moralist”, la obra cumbre de Rieff.
En la primera edición, la aportación de Sontag se recogía en un escueto “agradecimiento especial hacia Susan Rieff”, en el que se usaba el apellido de su marido, que ella nunca adoptó como propio.
Siempre se ha mantenido que la influencia de Sontag era indiscutible en la obra, pero este nuevo libro dice que la mayoría de ideas eran suyas y que el apoyo fue de él hacia ella.
Moser, según recoge el diario británico The Guardian, tuvo acceso al archivo reservado de la Universidad de Chicago y habló con amigos y conocidos de la pareja. Aunque el autor reconoce que la obra se basó, al menos en cierta medida, en las notas e investigación de Rieff, afirma que es “casi seguro” que él no lo escribió.
Una amiga de Sontag dice en el libro que “Susan pasaba todas las tardes reescribiendo todo desde cero”.
En una carta a su madre, la autora dijo que está trabajando diez horas al día en el libro y que ya iba por la tercera parte.
Tras ocho años, ella pidió el divorcio y en el acuerdo de separación se estipulaba que Rieff sería nombrado siempre como el único autor del libro que le dio la fama.
Rieff se lanzó a por la custodia del hijo que tuvieron ambos y argumentaba la incapacidad de Sontag para criarlo por su orientación sexual.
Según Moser, cuarenta años después Rieff envió un paquete a Sontag en el que había una copia del libro con una dedicatoria: “Susan, amor de mi vida, madre de mi hijo, coautora de este libro: perdóname. Por favor. Philip”.
LA FOTO 51.
La fotografía 51 demostró que la secuencia del ADN era una doble hélice. La capturó Rosalind Franklin, una química y cristalógrafa inglesa. Su hallazgo fue fundamental para el descubrimiento más importante del siglo XX.
Sin embargo, su nombre se enterró en la historia bajo los de James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins.
Los tres desarrollaron sus estudios sobre la fotografía de Franklin que Wilkins, su compañero de laboratorio, filtró a los otros dos.
Cuando Watson envió a la revista Nature el trabajo que lo acreditaba como el descubridor de la estructura del ADN, Franklin ya estaba trabajando en otro laboratorio en el campo del ADN y virología.
Según la biógrafa Brenda Maddox, Franklin no estaba resentida. Cinco años después, murió de cáncer de ovarios.
En 1962, Wilkins, Watson y Crack recibieron el Nobel de Medicina sin una simple mención a Franklin.
Cuando, en 1968, Watson escribió sus memorias “The doublé helix”, se refería a Franklin como Rosy, en tono paternalista y, a veces, despectivo. Esto causó una reacción en los que la conocieron y en diversos historiadores y su aportación al descubrimiento de la estructura del ADN fue rescatada para la posteridad.
Y ellas no fueron las únicas. Nettie Stevens descubrió las bases cromosómicas que determinan el sexo, pero el mérito se lo llevó, en un principio, el genetista Thomas Hunt Morgan.
Esther Lederberg trabajó codo con codo con su marido y ambos experimentaron e investigaron con bacterias y cómo estas se inmunizan ante determinados medicamentos. Este fue el descubrimiento que le valió a él un Nobel que compartió con otros dos hombres, no con su mujer, ni con ninguna otra.
Ada Lovelace desarrolló un lenguaje de programación complejo cuando la idea de un ordenador estaba aún muy lejos de la que se tiene hoy en día.
Es considerada la madre de la programación, pero sus aportaciones quedaron durante años bajo la firma de Charles Babbage.
Be the first to comment